Abandonarse en la naturaleza, en ese imperio de belleza atemporal. Hacerse dueño de tormentas, rostros, claros, senderos, vientos, silencios… Todo está ahí, tan a mano y tan lejano. Tan vivo como suplicante. Como un rito pagano: la quietud, la espera y la seguridad de la mano que toma la cámara.